Las
olas del mar arrastraron a la piedra blanca a esa playa.
Era
una piedra muy hermosa, blanca y reluciente. Cuando amaneció descubrió que
estaba en un entorno oscuro, rodeado de grandes piedras negras, pero no le
importó demasiado.
Estaba
feliz, dejándose acariciar por las olas del mar cuando escuchó a su espalda:
-
¿Qué hace esa aquí?
La
piedra blanca se volvió y vio allí una gran piedra negra que la miraba muy
enfadada.
-
¿Se puede saber qué haces en nuestra isla? Aquí no hay lugar para piedras como
tú. - Le espetó.
-
¿Acaso no lo ves? - Le dijo señalando a su alrededor.
Y
observó como todas las demás piedras asentían y la miraban con cara de pocos
amigos.
-
¿Qué os molesta que esté aquí? - dijo, con valor, - No os he hecho mal a
ninguna.
-
¡No te queremos aquí! ¿Es que no lo entiendes? ¡Fuera! - gritaron,
amenazándola.
Cerca
de allí el volcán de la isla, que estaba presenciando todo, bramó con fuerza:
-
¡Yo soy vuestro padre! ¡Jamás os he enseñado eso!
-
¿Acaso pensáis que por ser de diferente color no siente como vosotras? -
continúo, enojado por la actitud de sus hijos.
-
Entre vosotros hay piedras grandes, gordas, pequeñas, finas, con aristas y
redondas. ¿Por qué no puede haber piedras blancas?
Las
piedras negras, pensativas, se fueron alejando por diferentes lugares de la
isla para reflexionar.
Esa
misma tarde, el volcán echó por su cráter nuevas piedras, y las recién nacidas,
enseguida empezaron a jugar con la piedra blanca sin importarles su color.
Al
ver aquello, las piedras negras se dieron cuenta de que no habían visto en su
vida una blanca y, simplemente, la repudiaron por ser diferente a ellas.
Pesarosas por su actitud, se acercaron a pedirla perdón.